El 18 de marzo de 1840, Morazán fue derrotado
por el General Rafael Carrera ante un ejército de 5000 hombres contra los 1300
unionistas que lo acompañaban, después de una batalla descrita como salvaje por
los cronistas. El 4 de abril de 1840,ante una junta de notables, Morazán
manifestó su renuncia y su resolución a salir del país, pues no deseaba
causarle más problemas al pueblo salvadoreño. El 8 de abril de 1840, el
general Francisco Morazán tomó el camino del exilio. Partió desde el puerto La Libertad (El Salvador), a bordo de
la goleta Izalco acompañado por 30 de sus más cercanos amigo y veterano
de guerra. Al arribar a Puerto Caldera (Costa Rica) solicitó asilo para 23 de
sus oficiales, el cual le fue concedido. Siete de ellos continuaron con el
viaje en su compañía. Morazán arribó a Chiriquí, y luego pasó a David, donde su familia le esperaba.
General Francisco Morazán Quezada
Su esposa, María Josefina Lastiari, siguiendo
instrucciones de Morazán había partido a finales de marzo en el barco francés,
Melenic, desembarcando en el puerto de Pedregal donde José Arcenio de Obaldía
Orejuela, acaudalado amigo, abogado y político neogranadino residente en David
estaba esperándolos. Junto con María
Josefina viajaban Francisco Morazán Moncada (hijo del general con Francisca de
Moncada, hija de un político nicaragüense), Esteban Travieso Lastiari (hijo de
Josefina con su difunto primer esposo Esteban Travieso y Rivera Zelaya) y Adela
Morazán Lastieri hija del matrimonio con María Josefina.
María Josefina Lastiari
José Arcenio, hospedo a la familia del militar
centroamericano en la residencia de José Antonio Candanedo Araúz, tío de su
esposa Ana Gallegos Candanedo y que estaba a escasos cien metros de la
residencia de los Obaldía – Gallegos.
José Arcenio de Obaldia Orejuela
Permanece dieciséis meses entre 1840-1841 en la ciudad de David y es aquí donde escribe
sus memorias que dejó inconclusas y el texto conocido como Manifiesto de David,
una réplica a sus enemigos en la que también expuso claramente el proyecto de
Estado-nación, moderno, muy distinto a la estructura de gobierno colonial, el
cual transcribo a continuación:
AL PUEBLO DE CENTRO AMÉRICA
Cuando los traidores a la patria ejercen los primeros destinos, el Gobierno
es opresor.
Montesquieu.
Hombres
que habéis abusado de los derechos más sagrados del pueblo por su sórdido y
mezquino interés! Con vosotros hablo, enemigos de la independencia y de la
libertad. Si vuestros hechos, para procuraros una patria, pueden sufrir un
paralelo con los de aquellos centroamericanos que perseguís o habéis
expatriado, yo a su nombre os provoco a presentarlos. Ese mismo pueblo que
habéis humillado, insultado, envilecido y traicionado tantas veces, que os hace
hoy los árbitros de sus destinos y nos proscribe por vuestros consejos, ese
pueblo será nuestro juez.
Si la
lucha que os propongo es desigual, todas las ventajas de ella están de vuestra
parte.
Tenéis
en vuestro apoyo:
Que os
halláis colocados en el poder, y que nosotros nos encontramos en la
desgracia.
Que
podéis hacer uso de vuestra autoridad para procurarnos acusadores, que nosotros
no encontramos tal vez ni un testigo.
Que os
habéis constituido en nuestros jueces, y declarado que somos vuestros
reos.
Que
nuestra voluntaria retirada de los negocios públicos, con un objeto más noble
que el que ha podido caber en vuestros corazones, la habéis interpretado como
fuga.
Que a
nosotros, que no os atrevisteis nunca a vernos cara a cara, nos insultáis
atrozmente en vuestra imprenta; y añadiendo el escarnio a la venganza, habéis
tomado la mano misma que os ha envilecido para trazar los caracteres de un
nombre funesto que no podemos pronunciar sin oprobio, y nuestra expatriación se
ha decretado.
Y en
fin, para complemento de vuestro triunfo, todas las apariencias acreditan que
el pueblo que nos va a juzgar os pertenece. Pero no importa. Nosotros tenemos
la justicia. Vamos a los hechos.
Cuando
vosotros disfrutabais de una patria, no podíamos nosotros pronunciar este dulce
nombre. Recordadlo. Vosotros habéis gozado muchos años de los bienes de esa
patria que buscáis en vano. ¿Encontraréis en la República de Centro-América
algunas señales de ella? No. Aunque le dais hoy este nombre, más extranjeros
sois por vuestros propios hechos en el pueblo que os vio nacer, que nosotros en
Méjico, en el Perú y en la Nueva Granada. Por la identidad de nuestros
principios, con los que sirven de base a los gobiernos de estas
Repúblicas, nosotros hemos hallado en ellas simpatías que vosotros no
encontraréis en el propio suelo de vuestros padres (que ya no os pertenece)
desde el momento mismo que se descubran vuestros engaños. Pero si aun queréis
buscar vuestra patria, la hallaréis sin duda por las señales que voy a daros.
Oíd y juzgad.
En
vuestra patria cometías culpas que se olvidaban por unas tantas monedas, y a
nosotros se nos exponía a la vergüenza pública.
En
vuestra patria perpetrabais los más atroces delitos, a los que se les daba el
nombre de debilidades para dejarlos sin castigo, y nosotros sufríamos la
nota de infames hasta nuestra quinta generación.
En
vuestra patria ejecutabais los crímenes que siempre se quedaban impunes, porque
vosotros mismos erais los jueces, y nosotros perdíamos la salud y la vida en
los cadalsos.
En
vuestra patria ostentabais los honrosos títulos de tiranos, y nosotros
representábamos el humillante papel de esclavos.
Esn
vuestra patria tenías la gloria tenías la gloria de apedillaros los opresores
del pueblo, y gemíamos nosotros bajo la opresión.
Y
cuando en vuestra patria, ensanchando la escala de los opresores, defendíais
hasta los infames oficios de carceleros y de verdugos, a nosotros se nos
exigían los reos y las víctimas.
Y para
que nada faltase a vuestra dicha y a nuestra desgracia, así en la tierra como
en el cielo, ¡Hasta los santos sacabais de vuestras propias familias!, y los
malvados, a vuestro juicio, sólo se encontraban en las nuestras.
Vosotros
oíais, continuamente en sus revelaciones, la felicidad que os aguardaba, en
tanto que a nosotros sólo se nos anunciaban desgracias.
Vosotros
dirigías con confianza vuestras súplicas al pie de los altares, porque hacíais
propicios a sus sacerdotes con las riquezas que exigíais al pueblo, en tanto
que éste temía elevar sus plegarias, por no poder acompañarlas con
ofrendas….
Y
por último, para llenar la medida de vuestro poder y nuestro infortunio, aun
más allá de la tumba, en tanto que las almas de nuestros padres vagaban sin
consuelo en derredor nuestro, para demandarnos los medios de lograr su eterno
descanso, vosotros comprabais el Cielo
que no habías merecido, con los tesoros que os proporcionaban las leyes de un
infame monopolio.
He
aquí vuestra patria. Recordadla. Pero si aun insistiereis en disputarnos la que
por tantos títulos nos pertenece, exhibid vuestras pruebas, que nosotros
daremos las nuestras; y si resultase un solo hecho en vuestro favor
contra mil que presentemos nosotros, consentiremos, gustosamente en ser a los
ojos del mundo lo que hoy somos a los vuestros.
No
es vuestra patria. Porque en 1812, que por la primera vez se ventilaron los
derechos de americanos, vosotros hacías de injustos jueces, de viles
denunciantes y de falsos testigos contra los amigos de la independencia del
Gobierno absoluto.
Es
nuestra patria. Porque en la misma época nosotros nos la procurábamos
difundiendo ideas de libertad y de independencia en el pueblo, sin que vuestras
amenazas nos arredrasen ni nos intimidase la muerte, ya sea que se nos
presentase en la copa de Sócrates, que la encontrásemos al cabo del dogal que
quitó la vida al Empecinado o que se pronunciase en vuestros inicuos
tribunales.
No es
vuestra patria. Porque cuando triunfaron las ideas de libertad en la metrópoli,
cuando los patriotas españoles quitaron algunos eslabones a la pesada cadena de
nuestra esclavitud, revelándonos de este modo lo que éramos y lo que podíamos
ser, vosotros conspirasteis contra el Gobierno Constitucional que se
estableciera en toda la monarquía como enemigos de las luces, cooperasteis con
aquellos que pretendieron, entonces, independizarse del Gobierno de las cortes
y trasladar a la América el Gobierno absoluto de los Borbones.
Es
nuestra patria: Porque en el mismo tiempo hacíamos resonar el grito de
independencia en todo el Reino de Guatemala. Todo aquel que tenía un corazón
americano se sintió, entonces, electrizado con el sagrado fuego de la libertad.
Por una disposición de la Providencia, los amigos del Gobierno absoluto de los
Borbones.
Es
nuestra patria: Porque en el mismo tiempo hacíamos resonar el grito de
independencia en todo el Reino de Guatemala. Todo aquel que tenía un corazón
americano se sintió, entonces, electrizado con el sagrado fuego de la libertad.
Por una disposición de la Providencia, los amigos del Gobierno absoluto de los
Borbones, enemigos de la independencia de España constitucional, se
unieron con los independientes de ambos Gobiernos, y proclamaron la separación
de la antigua metrópoli el 15 de septiembre de 1821. Y de este modo, vuestros
nombres figurarán en la historia al lado de los Reyes Luis IX, Luis XI y otros
muchos que trabajaron sin pensarlo, a favor de la democracia, sistema que hoy
gobierna en la República de Centro América.
No es
vuestra patria: Porque en 1821, acreditasteis con un hecho, que es a los ojos
del mundo un grave crimen, vuestro tardío arrepentimiento por haber cometido
otro crimen que no es menos grave a los vuestros.
Los
remordimientos de vuestra conciencia por haber cooperado a la independencia de
un pueblo indócil, que convirtió en su provecho lo que era destinado al
vuestro, quisisteis aquietarlos sacrificando a un gran conspirador los derechos
de este mismo pueblo: y en lugar de un viejo monarca, nos distéis un
nuevo usurpador: en lugar de la tiranía de los Borbones, nos disteis el
escándalo de un emperador de farsa, más opresor porque está más
inepto, y su opresión mil veces más sensible, porque lo ejercía sin títulos,
sin tino, con sus iguales y por la vez primera. Es nuestra patria: Porque
cuando vosotros, al lado del General mejicano don Vicente Filísola, hicisteis
los mayores esfuerzo por conservar la dominación del Emperador Iturbide en los
pueblos que había subyugado por la intriga, aunque sin éxito, nosotros
procuramos evitarla. Cuando muchos de vosotros, a la retaguardia de aquel
General, eráis testigos de los últimos esfuerzos del heroico pueblo
salvadoreño, que mal defendido y cobardemente abandonado por su jefe en el
momento mismo del peligro sucumbió
noblemente, y con más gloria que la que pudo caber a sus
vencedores; nosotros por este mismo tiempo, en el propio teatro de
la guerra, en Guatemala, Honduras y Nicaragua, corríamos la suerte de los
vencidos, por la identidad de nuestras opiniones.
El
pueblo salvadoreño, sin armas y abandonado a su propia suerte, hizo impotente
la negra intriga que se formara en su seno con innobles miras. Defendió
por largo tiempo la más hermosa de todas las causas, adquiriendo por digna
recompensa de sus grandes hechos, la inmarcesible de dar al mundo el grandioso
espectáculo de un pueblo libre que se regenera, obteniendo, en sus propias
derrotas, la reivindicación de los mismos derechos que se la ocasionaron;
en tanto que sus injustos agresores pierden todas las ventajas que les diera su
malhadado triunfo.
Por un
distinguido favor de la Providencia, los últimos cañonazos que quitaron la vida
a los mejores hijos de El Salvador y completaron en el Reino de Guatemala
la dominación de Iturbide, eran contestados por los que se disparaban en
México, para celebrar la completa destrucción de un Imperio que sólo apareció
al mundo para oprobio de sus autores. Y por justo resultado de estos
hechos, del Reino de Guatemala, libre del dominio del Emperador Iturbide, en
donde habías creado vuestra nueva patria, se formó la nuestra, bajo un
sistema democrático, con el nombre de República Federal de
Centro América.
Si ya
que no podéis negar estos hechos, que todo el pueblo ha presenciado,
pretendiereis, en vuestro despecho, arrojar de nuevo vuestra acusación
favorita, a saber: Que muchos de nosotros nos hemos enriquecido defendiendo la
independencia y la libertad, -no pretendo dejaros ni este miserable recurso.
Tal
como es para mí de falsa e insultante la proposición, yo la levanto del suelo,
en donde la ha colocado el desprecio público, con la fundada esperanza de
tirárosla a la cara con doble fuerza. Si se puede llamar riqueza la que
obtuvieron algunos de vuestros jefes militares en el sitio de Mejicanos,
por medio de un mezquino monopolio –estamos todos de acuerdo. Pero si los
bienes de los regulares componen la única riqueza que se ha podido encontrar en
Centro América, levante la mano el más atrevido de vosotros, y clave en nuestra
frente la nota de infame a los que la hubiéramos merecido por este hecho u otro
semejante.
Volvamos
al asunto. Después de la caída de Iturbide ¿cuál ha sido la conducta que habéis
observado? Yo os la recordaré.
Vuestra
debilidad os hizo firmar la Constitución Federal de 1824, y combatirla vuestra
perfidia en 1826, 27 y 28.
Con
este interés disteis vuestros sufragios de Presidente al señor Arce; y este
mismo interés os hizo despojarlos, cuando ya había llenado, en parte, vuestras
miras, porque le fuera adversa la suerte en el momento mismo de exterminar a
vuestros enemigos.
Vuestra
razón de Estado llevó por segunda vez la guerra a muerte a los pueblos de El
Salvador, que perpetuaron vuestros jefes por interés.
Vuestra
venganza iluminó por mucho tiempo las oscuras noches de estío con el incendio
de poblaciones indefensas, para que la rapaz y mezquina codicia de vuestros
militares, que se ejercitaba a media noche, encontrarse alumbrado el camino por
donde se condujeran a vuestro campo los miserables despojos que habían librado
de las llamas…
Esta
devastación, esta mina, que sólo se habría terminado con la dominación a que
aspirabais, y que se os escapara de las manos por la imbecilidad y cobardía de
vuestros guerreros, desapareció con los triunfos de Gualcho, Mejicanos y
Guatemala, y los liberales vencedores acreditaron con la completa
reorganización de la República que eran dignos de regir los destinos de un
pueblo libre.
Vuestra
venganza, jamás satisfecha, y vuestros deseos de dominar, nunca extinguidos,
trajeron otra vez la guerra a la República para dar un nuevo testimonio al
mundo de vuestras miras, y a los centroamericanos una prueba de todo lo que
debiera esperar y temer de sus enemigos.
El
Coronel Domínguez, que defendiera vuestra causa con tanto empeño en 1828,
invadió los puertos del norte en 1831, se introdujo con fuerzas en el Estado de
Honduras, para presenciar sus derrotas, y encontró por último la muerte en la
ciudad de Comayagua.
El ex
Presidente Arce, que apareció en el mismo tiempo por Escuintla de Soconusco con
tropas mexicanas que habían destruido la Independencia nacional, fue
completamente batido por el valiente General N. Raoul. No pudiendo aquel
desgraciado Jefe imitar a Moreau, que murió combatiendo contra su país
natal con un valor que atenuara su crimen; ni a Coriolano,
que obligado a retirarse de las puertas de Roma por las súplicas de la que lo
llevara en su vientre, acreditó que no le faltaban virtudes, siguió el ejemplo
de tantos griegos que se unieron con los enemigos de su patria para combatirla,
y sufrió, como ellos, el digno castigo en su propia derrota y en las
dobles maldiciones de los mercenarios extranjeros vencidos y de sus
conciudadanos vencedores.
Esta
injusta guerra se terminó con la ocupación del castillo de S. Fernando de Omoa,
en donde el malvado Ramón Guzmán, que sirviera en vuestras filas como soldado
en 1828, enarboló la bandera española. Después de una lucha obstinada de 5
meses, que diezmara nuestro ejército, y de la epidemia que lo quitara, fue
abatida esa señal oprobiosa de nuestra antigua esclavitud por el valiente y
sufrido Gral. Agustín Guzmán, que hizo rendir la fortaleza. Y para dar al mundo
un testimonio de los extremos opuestos a que pueden conducir vuestras opiniones
y las nuestras en el mismo campo en donde está colocada la cabeza de un
traidor, hijo de la República, y de vuestro partido, que elevara sobre las
murallas del castillo el símbolo de nuestra opresión, existen los sepulcros de
mil centroamericanos, del nuestro que lo despedazaran.
No
pretendo asegurar que todos vosotros hayáis aplaudido aquel crimen; si puede
adivinarse que hubiesen algunos de vosotros que lo vieran con indignación,
permítaseme preguntar a los demás; ¿tiene alguna analogía con la rendición de
la plaza de San Salvador en 1823? ¿Si Fernando VII y la bandera
española tienen algo de común con la del Imperio mexicano y Agustín I? ¿Si las
garras de la joven Aguila que se ven pintadas en ésta, oprimen o hieren con más
fuerza que las del viejo León hispano que se mira en las armas de aquellas que
dominaran la América por tres siglos?
Esta
guerra, tan fecunda en hechos que ilustraron las armas del Gobierno Nacional,
que no fue menos abundante en sucesos que justificaron más y más la causa de
los liberales vencedores, arrojó sin embargo elementos funestos de discordia. A
éstos se unió el descontento, que naturalmente debió producir una
Administración de diez años, continuamente contrariada por los hábitos que
dejara el Gobierno absoluto, cuyos resortes tocasteis con oportunidad para
preparar la revolución de 1840.
Vosotros,
apoyados en el fanatismo religioso, destruisteis en el Estado de Guatemala las
obras que los demócratas consagraron a la libertad, en tanto que los bárbaros
las hollaron con su inmunda planta.
La
profesión de los derechos del pueblo –la ley de la libertad de imprenta- la que
suprimió las comunidades religiosas- la que creara la Academia de Ciencias, en
que se enseñaban los principales ramos del saber humano, repuesta por vosotros
con la antigua Universidad de San Carlos –la del hábeas corpus- los
códigos de pruebas, de procedimientos y de juicios, obra del inmortal
Livingston,
adoptadas con el mejor éxito, y tantas otras, fueron al momento derogadas por
vosotros y el vacío que dejaron estos monumentos del patriotismo lo llenasteis
con nombres odiosos, que recordarán al pueblo su antigua esclavitud y sus
tiranos.
En los
Estados de Nicaragua y Honduras, los justos deseos de reformas, no satisfechos
con las que hiciera el Congreso en 1831 y 1835, fueron de nuevo excitados por
dos folletos que escribió el ex-Marqués de Aycinena. En ellos pretendía éste
probar que no estábamos bien constituidos, porque los Estados, como en Norte
América, no fueron antes que la Nación, y porque la Constitución Federal es más
central que la de aquella República.
Proposiciones
en su origen insidiosas, risibles en su aplicación y que han merecido el
deprecio de los hombres sensatos.
Pretender
que las Constituciones de nuestros Estados debieran existir antes que la
general, es pedir un imposible, porque los españoles, que nunca fueron ni tan
ilustrados ni tan generosos como los ingleses con sus colonos, no nos permitieron
otra ley que la voluntad del soberano.
Asegurar
que por esta falta no estamos bien constituidos y somos desgraciados, es
ignorar las causas que han contribuido a la felicidad de aquel pueblo
afortunado.
Afirmar
que la Constitución Federal de Centro América es más central que la de los
Estados Unidos del Norte, es un insulto que no podrá sufrir con paciencia el
que haya hecho una comparación de las leyes.
En
fin, atreverse a asegurar ante el público tantas falsedades juntas, es abusar
demasiado de su sencillez y buena fe, y del silencio que han observado los
centroamericanos ilustrados que conocen que ni los norteamericanos pudieron
hacer su felicidad copiando las Constituciones democráticas que habían servido
a otros pueblos, ni el de Centro América, en su actual estado, hará la suya
adoptando la Ley Fundamental de aquella República si no puede trasplantar al
mismo tiempo el espíritu que le da la vida.
Pero
Aycinena sólo ha tenido por mira, al propagar estas doctrinas, producir una
revolución, -¡Ojalá sea más afortunado en esta vez que lo fuera con su familia
en la del Imperio mexicano, que defendieron con tanto ardor!
Si el
Duque de Orleans encontró en la guillotina el castigo de haber anarquizado al
pueblo francés, aparentando para subir al trono ideas liberales que no
profesara, descendiendo de lo grande a lo pequeño, debe tener igual
suerte Aycinena, que usa de los mismos medios para recobrar sus honores.
Ni el
oro del Guaya, ni las perlas del Golfo de Nicoya, volverán a adornar la corona
del Marqués de Aycinena; ni el pueblo centroamericano verá más esta seña
oprobiosa de su antigua esclavitud; pero si alguna vez brillase en su
frente este símbolo de la aristocracia, será el blanco de los tiros del soldado
republicano.
Y para
que nada faltase de ignominia y funesto a la revolución que habéis últimamente
promovido, apareció en la escena el salvaje Carrera, llevando en su pecho
las insignias del fanatismo, en sus labios la destrucción de los
principios liberales y en sus manos el puñal que asesinara a todos aquellos que
no habían sido abortados, como él, de las cavernas de Mataquescuintla. Este
monstruo debió desaparecer con el cólera morbus asiático que lo produjo.
Al lado de un fraile y de un clérigo se
presentó por la primera vez revolucionando los pueblos contra el Gobierno
de Guatemala, como envenenador de los ríos que aquellos conjuraban, para
evitar, decían, el contagio de la peste. Y contra este mismo Gobierno,
fue el apoyo de los que en su exasperación le dieron parte en la ocupación de
la ciudad de Guatemala, Fue su peor enemigo cuando estos quisieron poner
término a sus demasías y vandalismo, y su más encarnizado perseguidor y asesino
cuando el salvaje se uniera con vosotros.
Es
necesario que no se ignore la conducta de este insigne malvado, que ha excedido
con sus crímenes a todos los tiranos sin conocerlos. Su vida forma una cadena
no interrumpida de delitos, acompañada de circunstancias horrendas.
El
fusilamiento de varios jueces de circuito, en cuyo número se cuenta el
ciudadano F. Zapata, que ejercía sus funciones en Jalpatagua,
es de este número.
Como
en todos los pueblos, lo primero que hizo Carrera fue incendiar en la plaza la
ley que establecía el juicio por jurados, y los códigos que eran el espanto de
los malvados, porque se habían sentenciado en pocos días, con arreglo a ellos
reos de muchos años.
En
seguida hizo colocar al juez Zapata en el lugar destinado al suplicio, a tiempo
que pasaban de camino, para la ciudad de El Salvador, las señoritas Juana y
Guadalupe Delgado. Juzgando sin duda, el malvado asesino, que todos tenían un
corazón que se complaciera como el suyo con la muerte de la inocente víctima,
las obligó a presenciar la ejecución, a pesar de sus súplicas y lágrimas para
evitarla, y de sus esfuerzos para separarse de aquella escena de horror.
El
rapto, entre tantos raptos, de una joven doncella que vivía con sus padres en
la hacienda de la Laguna de Atescatempa,
fue acompañado de circunstancias que no deben ignorarse.
Carrera,
que había visitado a esta honrada familia, y de ella recibió diversas
insinuaciones de cariño, quiso retribuirlas con un crimen, como acostumbra.
Para
ocultar el malvado su perfidia la que era el objeto de sus torpes deseos, recurrió
a otro crimen, que pudo producir peores consecuencias por el gran compromiso en
que puso a su Gobierno.
Hizo
disfrazar a un oficial para que, a la cabeza de algunos soldados que debieran
suponerse salvadoreños, y por consiguiente enemigos, ocupasen en la noche la
casa de la hacienda. A pretexto de los dueños de ella hicieron servicios a
Carrera, tenían orden de reducirlos a prisión y conducir a la joven hacia el
Estado de El Salvador. El bandido, con un considerable número de soldados,
debía encontrarse con ellos en el camino, y éstos contestar al ¿quién vive? El
Salvador libre. A esta palabra de guerra se convinieron hacerse, mutuamente,
fuego las dos fuerzas. Sin usar de las balas, dispersarse los fingidos
salvadoreños en seguida y dejar en sus manos la causa inocente de tanta maldad
para exigirle su deshonra en premio de haberla salvado.
Todo
se habría ejecutado a satisfacción de Carrera, si la Divina Providencia no
hubiera destinado, en justo castigo, una bala que se introdujera en el pecho
cuando se batían, en apariencia las dos partidas. Esta bala, en concepto de
algunos, se puso por casualidad en el fusil; pero otros creen haber sido
dirigida por la venganza del oficial que había sido, en otro tiempo, maltratado
por Carrera; lo cierto es que se le condujo preso a Guatemala, con los
soldados que le acompañaban para cumplir las órdenes de su General.
La
gravedad de la herida, que lo obligara a sacramentarse, no le hizo olvidar el
único trofeo de su infernal campaña, que condujo por la fuerza a su cuartel
general de Jutiapa. La joven tuvo el profundo sentimiento de que su criminal
raptor sanase de la herida, y su desgraciada familia sufrió su deshonra sin
quejarse.
La
noticia de este hecho obligó a separase del Gobierno al Presidente del Estado
de Guatemala, ciudadano Mariano Rivera Paz, para andar 27 leguas de mal camino,
con el único fin de expresar al malvado el sentimiento que le causara ver
derramar la sangre preciosa del caudillo adorado de los pueblos. Sangre que con
estas mismas palabras, tuvo el descaro de reclamar al Gobierno del Estado de El
Salvador, llevando adelante, para paliar el crimen cometido por Carrera, la
infame trama que éste urdiera para ocultarlo.
La
muerte del Diputado Cayetano Cerda, que lo obligara Carrera a cenar en su mesa
en señal de amistad, y la mandara asesinar en seguida por el mismo centinela
que lo guardaba.
La
muerte que dio con su propia lanza a un elector de Cuajiniquilapa,
que se negó a prestarle su voto.
El
asesinato de todos los heridos del 19 de marzo en la plaza de Guatemala,
ocupada a la bayoneta, evacuada después, rompiendo la línea enemiga, por falta
de municiones y por no haber encontrado los auxilios que ofrecieron los
liberales. Asesinato tanto más criminal, cuanto que se habían tratado con las
debidas consideraciones al oficial
Montúfar y
35 soldados que se tomaron prisioneros en la acción, y respetado al padre
Obispo y Canónigos que se encontraron en la catedral, confundidos con los
soldados enemigos que se batieron con los nuestros dentro del mismo edificio.
La
muerte que dio a cuarenta de los más distinguidos ciudadanos de Quetzaltenango,
en cuyo número se cuentan las autoridades municipales, después de haber
rescatado a muchos de ellos la vida, esposas y hermanas con grandes sumas
de dinero que Carrera recibió, son los menores delitos que ha cometido este
malvado.
A este
monstruo estaba reservada la invención diabólica de acompañar con su propia
guitarra los movimientos del Señor Lavangnini, a quien obligaba a danzar, y los
últimos ayes de las cuarenta víctimas que asesinó el 2 de abril en la misma
plaza de Quetzaltenango, para acostumbrar así los oídos del pueblo y prepararlo
a nuevas matanzas.
A este
monstruo estaba reservado el acto de mayor inmortalidad y perfidia, que ejecutó
en la propia ciudad de Quetzaltenango. Habiendo prevenido al pueblo que se
presentase en la plaza a una hora señalada, bajo la pena de muerte, cuando se
encontraba ya reunido, mandó saquear a su tropa toda la ciudad que
contiene 25,000 habitantes.
A este
monstruo estaba, también, reservado enterrar a los vivos, como lo ejecutó con
un vecino respetable del pueblo de Salamá, porque le faltaban mil pesos en que
había valorado su vida. A pesar de que su familia le presentó alhajas en doble
valor, lo introdujo, sin embargo, en la sepultura que le había obligado a
cavar, y lo cubrió de tierra hasta la garganta, dándole después grandes golpes
en la cabeza, que le produjeron la muerte, lo abandonó a su inocente familia,
que su desolación derramaba lágrimas sobre el cadáver, cargando en seguida el
bandido con el vil precio de su infame asesinato…………………………
Pero
¿cuál es el delito que no ha podido perpetrar ese malvado? Existe uno ¡quien lo
creyera!, que sólo estaba reservado a vosotros: ¡dar a Carrera, en precio de
tanto crimen, el poder absoluto que hoy ejerce en el Estado de Guatemala por
vuestros votos!!!
Que
nuestros conciudadanos que han presenciado todos estos hechos, desde las
prisiones de Belén en 1812, hasta las matanzas de Carrera en la ciudad de
Quetzaltenango, en 1840, juzguen y decidan ahora si tenéis algún título para
llamaros centroamericanos, y cuáles son los nuestros. Y si, como esperamos, la
justicia decide en nuestro favor: si los pueblos patriotas de que se componen
los Estados de Nicaragua, Honduras, El Salvador, Los Altos y parte de de
Guatemala, han descubierto vuestras pérfidas miras, preparaos, no sólo a
abandonar la República, sino a andar errantes, como los hijos de Judea, tras la
patria de los tiranos, que buscaréis en vano. Si, en vano, porque la libertad
que habéis combatido tantas veces derramando la sangre de sus mejores defensores,
ha recobrado el imperio del orbe, que por un don del cielo ejercía en los
primeros tiempos. Los pueblos de ambos mundos profesaban ya su culto; los
Gobiernos del nuevo son obra suya, y los del antiguo caen y se precipitan a su
voz para no reaparecer más sobre la tierra.
David,
16 de julio de 1841
F.
Morazán
Alentado por sus partidarios salió Morazán de
David con destino Lima, Perú, dejando sin terminar sus memorias. En Lima recibió un préstamo de 18,000 pesos del
General Pedro Bermúdez, personaje político y acaudalado quien Morazán había conocido
en Costa Rica en 1835. De regreso de
Lima en el bergantín, Cruzador, a finales de diciembre de 1841 Morazán se
detiene en puerto Pedregal, David para visitar a su familia quien se había quedado
en la ciudad. De regreso al viaje lo
acompañan en su empresa numerosas personas de la localidad entre los que estaba
Teodoro Gallegos quien ya había luchado con Morazán como Capitán en la caballería
del Ejercito Libertador Centroamericano.
El General Morazán invadió con sus fuerzas
Costa Rica y asumió la jefatura de dicho estado en Heredia el 12 de abril de
1842. Una vez en la capital, fleto un
barco para conducir a su familia quienes permanecían en David bajo los cuidados
de Obaldía Orejuela.
Sin embargo cinco meses después es derrotado y
condenado a la pena capital la cual se llevo a cabo a las seis de la tarde del
15 de septiembre de 1842.